Un hombre visitó una tierra lejana y compró un espejo, objeto que era absolutamente desconocido para él. Le había llamado la atención, porque cada vez que lo miraba le parecía ver en su interior la cara de su padre fallecido, así que lo guardó en un cofre y se lo llevó a su país.
De vuelta en su casa, cuando se sentía triste o preocupado, subía al desván, abría el cofre y se asomaba en él para ver la cara de su padre, que, aunque triste y preocupada también, le transmitía confianza y ánimo.
Su mujer, extrañada por aquella conducta, decidió un día que estaba sola subir al desván y abrir el cofre. Para su sorpresa, vio en su interior la cara de una mujer que la miraba con curiosidad.
Cuando regresó el marido, ambos discutieron amargamente.
-¡Hombre vil, me engañas con esta mujer! – clamaba ella mirando dentro del cofre.
-¡Estás loca! ¿No ves que es mi padre? – respondía él asomándose también al espejo.
-¿Crees que soy ciega? ¡Yo veo claramente una mujer! – contestaba ella de nuevo.
Como la discusión crecía, decidieron que alguien justo y sabio arbitrara en la disputa.
Para ello eligieron al sacerdote de la comunidad. Después de un minucioso examen del asunto, aquel hombre ecuánime miró al espejo dentro del cofre y declaró:
-Ni aquí está tu padre, ni tampoco hay ninguna mujer ¡claramente lo que hay es un sacerdote!
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